domingo, 23 de noviembre de 2014

  Amor de madre

Era el tatuaje que lucía en el antebrazo izquierdo Rafael. Sus ojos achinados ejercían de luminarias escuetas en las noches en las que el verde nos cubría de patriotismos obligados. Menguaba estatura y en los lacios de su cabeza se adivinaban años de penurias que suelen amortiguarse bajo los muelles del perdedor. Sus vivencias en los extrarradios habían estado marcadas por los constantes paseos sobre el filo del cuchillo que en alguna ocasión le precipitó al lado oscuro del perdedor. La noche era todo lo plácida que suele ser excepcional en el febrero transitorio hacia la primavera. Y allí, bajo las negras cartucheras intimidatorias a no se sabe quién, unos oídos se prestaron a ser dianas de unas voz tantas veces callada. Poco nos importó si la vigilia debía tener como fin el sueño seguro de los galones  de los pabellones. Allí, en mitad de la nada, el todo existía. Hablamos de lo divino y de lo humano, hasta que las necesidades de rebelarse revelaron su interior. Dijo ser padre de una criatura a la que le soñaba un futuro mejor  que el suyo desde la certeza que el imposible asigna al nacido en según qué cunas. Los castillos en el aire se sucedieron a modo de vía láctea de constelaciones ilusas. Habló, escuché, fumamos. Ni siquiera los relevos nos remitieron al sueño ni a mí ni a quien tantas veces se supo ignorado y no merecía la injusticia de la repetición de la sordera. Pasaron las horas y cuando el amanecer quiso hacerse un hueco, el trasiego de risas y llantos contenidos vinieron a poner punto y final a la noche. Antes de despojarnos de las pólvoras la pregunta le llegó desde mi involuntaria  impertinencia. No supo responder por no saberlo. En la inclusa no quisieron o no supieron facilitarle el nombre y durante veinte años tuvo que imaginársela buscando sobre su piel un rostro inexistente. Enrojecí avergonzado y las tenues sombras del amanecer simularon el indecoro. Hoy me he cruzado con un grupo de jóvenes cuyas pieles han servido como cuadernos caligráficos sobre los que expandir modas. El pasado ha vuelto a traerme a la memoria a aquel hijo del agobio e infortunio. He vuelto a escuchar en su honor aquella canción trianera que decía saber de un lugar y que tanto tarareaba en sus ratos desocupados. Quién sabe si en ese lugar una madre descubre la dedicatoria de un antebrazo izquierdo que le va dirigida.     

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