sábado, 1 de noviembre de 2014


     Los cipreses

 

Cuentan que cuando el Sumo Hacedor emprendió su tarea de creación al llegar a la tercera jornada diseminó a las plantas por toda la Tierra. Cada una de ellas se adjudicó una tarea con la que validar su existencia y presentar sus conveniencias. Unas darían frutos con los que alimentarse, otras ofrecerían sus leñas para resguardarse del frío, otras embellecerían los espacios. De modo que cada especie se fue asignando una labor y así repoblaron todos los confines. En eso estaban cuando unas de ellas no conseguían  valorarse lo suficiente y no entendían podría ser su misión. Ni darían calor, ni frutos, ni sombras. De modo que algo desolados, decidieron crecer a la vereda de los paseos románticos como guardianes de aquellos que se soñaban queridos y transitaban por ellos. Vieron y callaron pasiones desmedidas de poetas desamados que no conseguían consuelo y que a sus pies derrumbaban versos. Vieron y acariciaron sombras de quienes amaban a la soledad  cada vez que la tarde de otoño tocaba a su fin. Parieron y cedieron sus piñas a modo de cuentas del rosario inacabado para pulir los misterios dolorosos y tornarlos gozosos. Y así, aquellos que nacieron desde la duda de su valía, siguen siempre vivos cuidando de quienes les tienen por centinelas. Bailan al compás de los vientos que ululan desde las cruces entonando las letanías del miserere inacabado. Piden clemencia ante los errores hacia aquellos que los cometieron porque en su interior conocen el arrepentimiento del que hacen gala. Cobijan a los epitafios en el cuaderno manuscrito que el dolor de la pérdida exhala. Y así, reconfortan el paso definitivo.  Puede que crean en dios, que su sombra sea tan alargada como el interrogante no resuelto, que su discreción esté revestida por las jaculatorias olvidadas. Puede que en el fondo de sus raíces, hayan encontrado por fin, el verdadero motivo de su existencia. Formarán el pasillo de honor en el último desfile y vestirán de gala sus verdes para mitigar el dolor que nos supone la pérdida del ser querido. Callan que el Sumo Hacedor, cada vez que algún ciprés se vuelve a replantear su finalidad, sonríe y le deja crecer para que descubra por sí sólo la grandeza de su labor.

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