lunes, 10 de noviembre de 2014


   La soledad del poeta

 

Había algo en el ambiente que le anticipaba el soliloquio. Sabía que el runrún de las hojas esparcidas por la mesa,  significaban el presagio de un nuevo abandono a la suerte que las musas decidiesen. Nada le fluía y en el vano intento por forzar el caudal y arañar al cauce, ellas  jugaban a su antojo ente la desesperación de lo no parido. A menudo buscaba razones quien se movía en el lago de las emociones y las razones no llegaban. Había acumulado tal necesidad que la siembra infructuosa le atenazaba el alma. De modo que aquella misma situación, regresó como ciclo lunar a posarse sobre las tinieblas de quien tanto las rechazaba. Intentó sin conseguir y pasadas las horas decidió darse una tregua que anticipaba su derrota. Calzó la comodidad, el atuendo volátil y echó a andar. Transitó por la senda conocida sorteando a desconocidos solitarios que acrecentaban su soledad tras los aislantes musicales que les custodiaban. Ritmos dispares que se intercalaban con prisas innecesarias a la sombra de los chopos que empezaban a desnudarse, aceleraban a su antojo a quienes vagaban sin prisa hacia la premura de la tarde. Y entonces, en la curva tantas veces transitada y otras tantas,  ignorada,  lo vio. Vio el diseño de un corazón  atravesado por dos iniciales que intentaban ocultar lo que era evidente. Ahí empezó a soñar cómo los protagonistas de aquella historia se dejaron mecer por el pudor a la hora de no ir más allá en la delación de sus nombres. Puso letras que completasen lo que parecía incompleto sin serlo y diseñó el poema que tanto merecían. Una A y una M, daban rúbrica a quienes no firmaron lo que allí se afirmaba. Puso rostro a quienes ignoraban ser protagonistas y tendió un hilo sobre el que colgar la aventura del descubrimiento de tal pasión. Tomó pausa, tomó papel, tomó a la impaciencia. Y dejándose guiar por ellos, apoyó su cuaderno sobre las rodillas mientras los versos llegaron. Una vez acabado, a modo de descuido, acercó la hoja a quien de hojas empezaba a carecer y lo recitó. Más de uno giró la vista creyéndole ido. Al acabar, con un guiño de complicidad y una sonrisa dibujada continuó su camino. Esta vez ya no lo hacía solo. Las musas optaron por aliviarle la carga que suponía una jornada de silencios y él les daba las gracias recitándolo a modo de letanía en el camino de vuelta. Cree, cada tarde que regresa, que desde entonces, la sombra de aquella curva se ilumina a su paso y le dedica los últimos rayos con los que el día se despide y le aleja soledades.  

 

 

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