La soledad del poeta
Había algo en el ambiente que le anticipaba el
soliloquio. Sabía que el runrún de las hojas esparcidas por la mesa, significaban el presagio de un nuevo abandono
a la suerte que las musas decidiesen. Nada le fluía y en el vano intento por
forzar el caudal y arañar al cauce, ellas
jugaban a su antojo ente la desesperación de lo no parido. A menudo
buscaba razones quien se movía en el lago de las emociones y las razones no
llegaban. Había acumulado tal necesidad que la siembra infructuosa le atenazaba
el alma. De modo que aquella misma situación, regresó como ciclo lunar a
posarse sobre las tinieblas de quien tanto las rechazaba. Intentó sin conseguir
y pasadas las horas decidió darse una tregua que anticipaba su derrota. Calzó
la comodidad, el atuendo volátil y echó a andar. Transitó por la senda conocida
sorteando a desconocidos solitarios que acrecentaban su soledad tras los
aislantes musicales que les custodiaban. Ritmos dispares que se intercalaban
con prisas innecesarias a la sombra de los chopos que empezaban a desnudarse,
aceleraban a su antojo a quienes vagaban sin prisa hacia la premura de la
tarde. Y entonces, en la curva tantas veces transitada y otras tantas, ignorada,
lo vio. Vio el diseño de un corazón
atravesado por dos iniciales que intentaban ocultar lo que era evidente.
Ahí empezó a soñar cómo los protagonistas de aquella historia se dejaron mecer
por el pudor a la hora de no ir más allá en la delación de sus nombres. Puso
letras que completasen lo que parecía incompleto sin serlo y diseñó el poema
que tanto merecían. Una A y una M, daban rúbrica a quienes no firmaron lo que
allí se afirmaba. Puso rostro a quienes ignoraban ser protagonistas y tendió un
hilo sobre el que colgar la aventura del descubrimiento de tal pasión. Tomó
pausa, tomó papel, tomó a la impaciencia. Y dejándose guiar por ellos, apoyó su
cuaderno sobre las rodillas mientras los versos llegaron. Una vez acabado, a
modo de descuido, acercó la hoja a quien de hojas empezaba a carecer y lo
recitó. Más de uno giró la vista creyéndole ido. Al acabar, con un guiño de
complicidad y una sonrisa dibujada continuó su camino. Esta vez ya no lo hacía
solo. Las musas optaron por aliviarle la carga que suponía una jornada de
silencios y él les daba las gracias recitándolo a modo de letanía en el camino
de vuelta. Cree, cada tarde que regresa, que desde entonces, la sombra de
aquella curva se ilumina a su paso y le dedica los últimos rayos con los que el
día se despide y le aleja soledades.
Jesús (http://defrijan.bubok.es)
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