El perro de la Basílica
He
de reconocer que en lo referente a creencias el pragmatismo y la racionalidad ganan
la baza frente a las admoniciones y penitencias presentes para purgar futuras
glorias. De poco debieron servir las
enseñanzas franciscanas más allá de la asimilación de conceptos e incluso
algunas ideas filosóficas. Pero lo que siempre quedó patente fue la
respetabilidad de las opciones contrarias en mi modo de abrir el abanico de
dogmas, a ser posible, no impuestos en ningún sentido. Por eso, sabiendo que las
oraciones serían bien recibidas por los
ausentes que tanto nos dieron, me dispuse a orárselas desde la Basílica de la
Virgen de los Desamparados la mañana de difuntos. La misa discurría como tantas
otras veces y la repetición de catecismos, no dejaba de ser la relectura
de algo ya sabido. Poco importaban el ruido del guiñol de la plaza
contigua, o los bailes desde la tarima erigida a modo de escenario. El trasiego
de orantes y visitantes convirtió a la girola en una especie de desembocadura
humana mitad profanos, mitad fieles. Después de repetir el repetido argumento
de fe, y cuando cada cual se disponía a salir tras la señal de la cruz
correspondiente, aparecieron los tres. Él, con pinta de progre setentero,
peinando canas y llevando sobre sí un letrero no escrito de triunfador
moderno, postmoderno, eternamente viril,
montando las gafas de pera que tanto look agradecido maneja. Ella, moviendo el
palmito como sólo las niñas de cincuenta y tantos saben mover para dar
cobertura a su felicidad, quizás plástica, y sin duda, menor de la que soñase
su mamá para ella. Gafas de pasta cubriendo sus arrugas mal disimuladas y con
la bandolera colgando de su artritis contenida. No sé si se santiguaron; no sé
si les movía la fe; no me importa que cada quien se crea lo que es o no es; me
da lo mismo. Pero lo que me pareció deleznable fue comprobar cómo el terceto lo
completaba un perro que paseó su cuerpo y procesionó sus patas por el lugar de culto. Aquí,
vinieron del Más Allá, las quejas de aquellas que formaron parte de mi infancia
entre cirios e incensarios. Pedían desde
el rezo recibido alguna explicación a semejante falta de respeto y no supe qué
responderles. El único perro conocido en las iglesias y aceptado por el
santoral pertenece a San Roque, y estos individuos, ni lucían llagas ni curaban
pestes. Era evidente que en ese trío de snobs, el can, era el menos culpable. Y
cuando les sugerí la idea de visitar otros lugares, otros centros de culto,
otras cunas de otras creencias llevando al perro con ellos, no tuvieron
arrestos a aceptar la oferta. Supongo que sabrán la penitencia en vida que cumplirían en el
juicio sumarísimo que el fanatismo expone. Si en una nueva visita me los vuelvo
a cruzar, quitaré del animal la correa, se las pondré a ellos y quizás entonces
entiendan que ese no es su lugar.
Jesús (http://defrijan.bubok.es)
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