lunes, 3 de noviembre de 2014


     El perro de la Basílica

 

He de reconocer que en lo referente a creencias el pragmatismo y la racionalidad ganan la baza frente a las admoniciones y penitencias presentes para purgar futuras glorias. De poco debieron servir  las enseñanzas franciscanas más allá de la asimilación de conceptos e incluso algunas ideas filosóficas. Pero lo que siempre quedó patente fue la respetabilidad de las opciones contrarias en mi modo de abrir el abanico de dogmas, a ser posible, no impuestos en ningún sentido. Por eso, sabiendo que las oraciones serían bien recibidas  por los ausentes que tanto nos dieron, me dispuse a orárselas desde la Basílica de la Virgen de los Desamparados la mañana de difuntos. La misa discurría como tantas otras veces y la repetición de catecismos, no dejaba de ser  la relectura  de algo ya sabido. Poco importaban el ruido del guiñol de la plaza contigua, o los bailes desde la tarima erigida a modo de escenario. El trasiego de orantes y visitantes convirtió a la girola en una especie de desembocadura humana mitad profanos, mitad fieles. Después de repetir el repetido argumento de fe, y cuando cada cual se disponía a salir tras la señal de la cruz correspondiente, aparecieron los tres. Él, con pinta de progre setentero, peinando canas y llevando sobre sí un letrero no escrito de triunfador moderno,  postmoderno, eternamente viril, montando las gafas de pera que tanto look agradecido maneja. Ella, moviendo el palmito como sólo las niñas de cincuenta y tantos saben mover para dar cobertura a su felicidad, quizás plástica, y sin duda, menor de la que soñase su mamá para ella. Gafas de pasta cubriendo sus arrugas mal disimuladas y con la bandolera colgando de su artritis contenida. No sé si se santiguaron; no sé si les movía la fe; no me importa que cada quien se crea lo que es o no es; me da lo mismo. Pero lo que me pareció deleznable fue comprobar cómo el terceto lo completaba un perro que paseó su cuerpo y procesionó  sus patas por el lugar de culto. Aquí, vinieron del Más Allá, las quejas de aquellas que formaron parte de mi infancia entre cirios e incensarios.  Pedían desde el rezo recibido alguna explicación a semejante falta de respeto y no supe qué responderles. El único perro conocido en las iglesias y aceptado por el santoral pertenece a San Roque, y estos individuos, ni lucían llagas ni curaban pestes. Era evidente que en ese trío de snobs, el can, era el menos culpable. Y cuando les sugerí la idea de visitar otros lugares, otros centros de culto, otras cunas de otras creencias llevando al perro con ellos, no tuvieron arrestos a aceptar la oferta. Supongo que sabrán  la penitencia en vida que cumplirían en el juicio sumarísimo que el fanatismo expone. Si en una nueva visita me los vuelvo a cruzar, quitaré del animal la correa, se las pondré a ellos y quizás entonces entiendan que ese no es su lugar. 

 

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