Las katiuskas
Llegan las
lluvias y con ellas regresan los recuerdos calzados de gomas forradas con
simulacros de lana. Esas abnegadas calzas que esperaban sus turnos impacientes a través de los eternos veranos
obtenían al final su recompensa, su protagonismo, su supremacía. Nada más
amenazar los cielos grises, pasaban a ser reclamadas del armario donde habían dormido y desperezaban a
los granados y sonreían a los viñedos. Era su turno y con ellas llegaba la
alegría del pisoteo incontrolado de cualquier charco que nos saliese al paso.
Pasaban a formar parte adherida a nuestro caminar y a lo largo de la jornada se
convertían en deportivas con las que golpear balones o botas vaqueras con cuyas espuelas imaginarias
intentaríamos espolear a los caballos
desde los que perseguíamos a forajidos.
Tan alta estima nos proporcionaban que al regresar a casa solíamos pasarles el
paño de lágrimas para evitarles aquellas que el chapoteo había formado en sus
redondeados perfiles. Negras, para darle más solemnidad. Se adherían a la piel
usurpando a los calcetines el puesto intermedio que quería para sí. Botas que
reclamaban su origen moscovita a modo de
cosacos inocentes que atravesábamos las estepas cuando las vestíamos. Más de un
aguerrido camal se convirtió en bombacho de húsar desde el que conquistar
ilusiones. Más de una proporcionó llagas a modo de condecoraciones. Más de una
curvó dedos ante el propio crecimiento y la perenne resistencia del caucho. Así
fueron pasando los años cuando los años se degustaban. El camino se fue
trazando sin ser conscientes de que el regreso no existía. Y ellas pasaron al
olvido. Quién sabe si la mutabilidad atmosférica lo ha querido o la comodidad
ficticia que supone el no empaparse ha contribuido a ello. Lo cierto y verdad
es que ahora, cuando compruebo el arco iris que dibujan las pisadas de los
siguientes sobre los charcos que sus adultos siguen queriendo evitarles, no
puedo dejar de sonreír. El negro ha dado licencia al multicolor para que
gobierne a su antojo. Y a nosotros mal que nos pese, sólo nos queda el fingir
que no lo hemos visto, atrevernos a pisarlo y calzarnos por una vez, aunque
sólo sea una última vez, las katiuskas que cuidaron de nosotros cada vez que
cruzábamos los charcos de la ilusión y que pocas veces recordamos. Os dejo.
Está empezando a llover y los charcos se han extendido por la calle invitando a
ser pisados de nuevo.
Jesús (http://defrijan.bubok.es)
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