miércoles, 12 de noviembre de 2014


      Las katiuskas

 

Llegan las lluvias y con ellas regresan los recuerdos calzados de gomas forradas con simulacros de lana. Esas abnegadas calzas que esperaban sus  turnos  impacientes a través de los eternos veranos obtenían al final su recompensa, su protagonismo, su supremacía. Nada más amenazar los cielos grises, pasaban a ser reclamadas del  armario donde habían dormido y desperezaban a los granados y sonreían a los viñedos. Era su turno y con ellas llegaba la alegría del pisoteo incontrolado de cualquier charco que nos saliese al paso. Pasaban a formar parte adherida a nuestro caminar y a lo largo de la jornada se convertían en deportivas con las que golpear balones o  botas vaqueras con cuyas espuelas imaginarias intentaríamos  espolear a los caballos desde  los que perseguíamos a forajidos. Tan alta estima nos proporcionaban que al regresar a casa solíamos pasarles el paño de lágrimas para evitarles aquellas que el chapoteo había formado en sus redondeados perfiles. Negras, para darle más solemnidad. Se adherían a la piel usurpando a los calcetines el puesto intermedio que quería para sí. Botas que reclamaban  su origen moscovita a modo de cosacos inocentes que atravesábamos las estepas cuando las vestíamos. Más de un aguerrido camal se convirtió en bombacho de húsar desde el que conquistar ilusiones. Más de una proporcionó llagas a modo de condecoraciones. Más de una curvó dedos ante el propio crecimiento y la perenne resistencia del caucho. Así fueron pasando los años cuando los años se degustaban. El camino se fue trazando sin ser conscientes de que el regreso no existía. Y ellas pasaron al olvido. Quién sabe si la mutabilidad atmosférica lo ha querido o la comodidad ficticia que supone el no empaparse ha contribuido a ello. Lo cierto y verdad es que ahora, cuando compruebo el arco iris que dibujan las pisadas de los siguientes sobre los charcos que sus adultos siguen queriendo evitarles, no puedo dejar de sonreír. El negro ha dado licencia al multicolor para que gobierne a su antojo. Y a nosotros mal que nos pese, sólo nos queda el fingir que no lo hemos visto, atrevernos a pisarlo y calzarnos por una vez, aunque sólo sea una última vez, las katiuskas que cuidaron de nosotros cada vez que cruzábamos los charcos de la ilusión y que pocas veces recordamos. Os dejo. Está empezando a llover y los charcos se han extendido por la calle invitando a ser pisados  de nuevo.

 

 

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