jueves, 20 de noviembre de 2014


  Hipster

En base a la modernidad, el término ha salido a la luz y las barbas pueblan rostros por doquier. Es evidente que la vida misma  centrifuga modas para ponerlas en vigor cada cierto tiempo y en esa revuelta de armario les ha tocado el turno. Atrás han quedado las caras rasuradas  y se baten en retirada las imágenes aniñadas de ayer mismo. Bueno, una moda más, que ya se tuvo allá por los años setenta. Faltan las chaquetas de pana, las bufandas kilométricas, los pantalones acampanados y las proclamas izquierdistas que tantos debates enarbolaron. Ah, y los cines de arte y ensayo a los que como todo moderno de la época había que asistir para contemplar cualquier rollo absurdo de planteamientos, eterno de duración, escaso de atractivo, pero eso sí, cargado de críticas a las que había que rendir pleitesía. Vamos, otro aborregamiento más que añadir a la lista de concesiones en aras a no ser considerado ajeno a la contracultura. Daba igual si tus apetencias iban dirigidas a la comedia italiana con estereotipos claros dirigidos por hábiles genios. En algún caso, de la cuna del cine se aceptaba alguna que no podía ser catalogada de penosa, cuando posiblemente era una obra de arte. La barba y el hábito requerían fidelidad a los postulados contraculturales de la gilipollez. Recuerdo un cine fórum en una hamburguesería al que asistimos en la Isla Perdida de Camino Vera. Si la hamburguesa era un horror, la pantalla era escasa de dimensiones  y el film incalificable. Allá que las luces se encendieron, unas silenciosas miradas recorrieron el garito buscando al valiente que abriese el turno. Evidentemente, los barbudos que allí estábamos buscamos argumentos sobre los que aplaudir semejante bodrio. Allá que llevábamos cinco intervenciones no demasiado convincentes, de la esquina de la barra, una voz se hizo un hueco. Al grito de petición de una cerveza le añadió el epitafio que nos dejó mudos. Calificó de coñazo absoluto a  aquel film sacado de alguna filmoteca reverenciada. Y mesándose las barbas que peinaban canas, bebió despacio, y salió del lugar.  Resultó ser un habitual del barrio que como buen lobo de mar estaba acostumbrado a sortear olas menos peligrosas que la estupidez. Nadie fue capaz de replicarle, porque todas las demás eran postizas y la suya sabía a verdad. De ahí que ahora que la pereza ha vuelto a mi rostro, cada vez que me miro al espejo, pido a la cordura un mínimo de sensatez para no recaer en aquellos postulados que las trencas abrigaron. Lo de ser o no catalogado de hipster, sencillamente, me da igual.

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