Viaje a Mallorca
Y así como el que no
quiere la cosa organizaron un viaje a las Baleares. Sería por Semana Santa y el incentivo de
navegar se nos presentaba como experiencia maravillosa. Serían cinco noches en
las que los niños que nos sentíamos hombres
alardearíamos de lo que no éramos. Así que nos apuntamos y llegada la
fecha nos despedimos de quienes permanecían en el internado por efecto de sus
notas o los escasos deseos de viajar.
Creo que se llamaba
Miguel el cura que ejercía de director que, además de un apéndice nasal
desalineado, tenía sobre sí la escasa gracia que todo gracioso que no lo es
intenta manifestar. Cómo sería el buen hombre que una mañana, a punto de
regresar a clase tras el recreo, metió su índice diestro en el aro del pestillo
del portalón que comunicaba patio y pasillos y no había forma de sacarse de
encima semejante anillo. Pasaron los minutos y nosotros callamos desde la pista
de juegos el deseo inexistente de regresar a las aulas. Cuando la misericordia
de Garcés vino en su ayuda desde la
cocina le trajeron una aceitera y alguien sugirió traer también un cuchillo.
Tras no pocas friegas, el cautivo portero, respiró tranquilo. Pues este buen
señor fue el mismo que nos hizo perder el barco en fecha señalada y hora
equivocada al interpretar las veintiuna horas por las once de la noche. El muy
simple no supo a quien culpar y tuvimos que regresar a pernoctar al colegio
hasta dos días después. Una lumbrera, sin duda, que aún seguirá con la duda de
si la hora correcta era la correcta. Dicho lo cual, el Ciudad de Granada, ese
cascarón oxidado, se dispuso a llevarnos a Mallorca. Hotel Astoria, cuyo nombre
irradiaba prestigio y cuyas berzas simulacro de espinacas mostraron a las
claras la poca vocación herbívora de los recién llegados. Tres estrellas tan
escasas como pomposo nombre camuflaba dieron con nuestros huesos en camas más o
menos soportables. Allí, en la isla, empezamos a fumar a medias. Compramos un paquete de tabaco negro que casi
acaba con nuestros bronquios a las primeras caladas. Creo que el Camel
posterior o el tornasolado Sisi tampoco
pusieron remedio a los deseos de hombría que viajaban con nosotros. Del resto
del viaje, poco más que contar, salvo la posibilidad de ver la película “El pájaro
de las plumas de cristal” que en Utiel no nos permitieron ver en el cine
Rambal. No era tolerada para menores y por más intentos de falsificación que
hicimos en carnés de muestrario de billeteros maternos no conseguimos entrar. Y
es que la moral había que cuidarla. Lo cierto y verdad es que la noche de regreso, ya apagadas las
luces, decidí acabar el último pitillo que teníamos. En las caladas sucesivas,
a modo de faro rojo, la punta incandescente delataba al fumador. Desde la terraza del tendedero, Vitoria, jefa
de mantenimiento gritó a todo pulmón intentando saber quién era el malhechor. A
trompicones, mareado, con un halo a nicotina chivato, regresé a la cama y fingí
dormir cuando subieron a ver qué pasaba. Ahí descubrí lo peligroso que resulta
fumar, sin duda.
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