lunes, 23 de febrero de 2015


Viaje a Mallorca

Y así como el que no quiere la cosa organizaron un viaje a las Baleares.  Sería por Semana Santa y el incentivo de navegar se nos presentaba como experiencia maravillosa. Serían cinco noches en las que los niños que nos sentíamos hombres  alardearíamos de lo que no éramos. Así que nos apuntamos y llegada la fecha nos despedimos de quienes permanecían en el internado por efecto de sus notas o los escasos deseos de viajar.

Creo que se llamaba Miguel el cura que ejercía de director que, además de un apéndice nasal desalineado, tenía sobre sí la escasa gracia que todo gracioso que no lo es intenta manifestar. Cómo sería el buen hombre que una mañana, a punto de regresar a clase tras el recreo, metió su índice diestro en el aro del pestillo del portalón que comunicaba patio y pasillos y no había forma de sacarse de encima semejante anillo. Pasaron los minutos y nosotros callamos desde la pista de juegos el deseo inexistente de regresar a las aulas. Cuando la misericordia de Garcés vino en su ayuda  desde la cocina le trajeron una aceitera y alguien sugirió traer también un cuchillo. Tras no pocas friegas, el cautivo portero, respiró tranquilo. Pues este buen señor fue el mismo que nos hizo perder el barco en fecha señalada y hora equivocada al interpretar las veintiuna horas por las once de la noche. El muy simple no supo a quien culpar y tuvimos que regresar a pernoctar al colegio hasta dos días después. Una lumbrera, sin duda, que aún seguirá con la duda de si la hora correcta era la correcta. Dicho lo cual, el Ciudad de Granada, ese cascarón oxidado, se dispuso a llevarnos a Mallorca. Hotel Astoria, cuyo nombre irradiaba prestigio y cuyas berzas simulacro de espinacas mostraron a las claras la poca vocación herbívora de los recién llegados. Tres estrellas tan escasas como pomposo nombre camuflaba dieron con nuestros huesos en camas más o menos soportables. Allí, en la isla, empezamos a fumar a medias.  Compramos un paquete de tabaco negro que casi acaba con nuestros bronquios a las primeras caladas. Creo que el Camel posterior o el tornasolado Sisi  tampoco pusieron remedio a los deseos de hombría que viajaban con nosotros. Del resto del viaje, poco más que contar, salvo la posibilidad de ver la película “El pájaro de las plumas de cristal” que en Utiel no nos permitieron ver en el cine Rambal. No era tolerada para menores y por más intentos de falsificación que hicimos en carnés de muestrario de billeteros maternos no conseguimos entrar. Y es que la moral había que cuidarla. Lo cierto y verdad  es que la noche de regreso, ya apagadas las luces, decidí acabar el último pitillo que teníamos. En las caladas sucesivas, a modo de faro rojo, la punta incandescente delataba al fumador.  Desde la terraza del tendedero, Vitoria, jefa de mantenimiento gritó a todo pulmón intentando saber quién era el malhechor. A trompicones, mareado, con un halo a nicotina chivato, regresé a la cama y fingí dormir cuando subieron a ver qué pasaba. Ahí descubrí lo peligroso que resulta fumar, sin duda.

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