Montañeros
de Santa María
Supongo
que el haber nacido entre montes influyó en la decisión de no alistarnos. Este
grupo tenía como fin la convivencia heterogénea de todo alumnado del pueblo
durante algunos domingos en las estribaciones de la sierra montañosa próxima.
Parece ser, por lo que nos dijeron, que durante toda la jornada festiva se realizarían
actividades en plena naturaleza entre las que se contemplaba la misa de
campaña. La sola idea de quedarnos como dueños y señores de los espacios en el
colegio a la hora del estudio o la posibilidad de no competir en los
recreativos con nadie ante la mesa de pingpong desocupada, contribuyó al no. De
modo que unos cuantos disconformes vimos transcurrir el día del Señor sin
prisas, sin colas, sin disputas. Eso sí, en la misa preceptiva escuchar a
Miguelín cantar como un ángel, no tenía precio. Y llegada la hora de rigor, los cines eran
nuestros huéspedes acogedores. Con un poco de suerte, la película era tolerada
para mayores de dieciocho años. A tal efecto, como ya anticipé en capítulos
precedentes, el reto estaba servido. Nos habíamos apropiado de un simulacro de
carnet de identidad que un billetero materno llevaba antes de estrenarlo. De
modo que ignorando la franja roja que lo atravesaba, rellenamos los datos
añadiendo años suficientes como para ser llamados a filas. Pasábamos por
taquilla y el primero accedía con su entrada al gallinero. Al ser requerido el
carnet, se le mostraba al portero que reclamaba la foto. La respuesta que le dábamos era la
provisionalidad del mismo ante la cercana pérdida del original. Con sus dudas
abiertas cedía el paso. Minutos después, el afortunado salía al baño y le
facilitaba el mismo carnet al siguiente amigo. La escena se repetía y el pobre señor
sospechaba de una ingente pérdida de carnés entre todos los colegiales. Así
llegamos a entrar hasta cinco una misma tarde para poder presenciar una
película histórica que se suponía no admisible a nuestras entendederas. Creo
recordar que incluso en ocasiones sucesivas los celtas cortos sirvieron como
moneda de soborno ante la vista gorda de aquel buen hombre. De modo que a la salida, una vez de vuelta,
merendados y aseados, veíamos regresar a los émulos de escaladores sudorosos y
felices con algún arañazo que otro provocado por las aliagas montesas. En
resumen, todos contentos, los calzados con Chirucas y los que no. Una nueva
semana se nos ofrecía y con ella nuevos motivos para hacer llevadera la convivencia.
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