jueves, 26 de febrero de 2015


 

      Montañeros de Santa María

Supongo que el haber nacido entre montes influyó en la decisión de no alistarnos. Este grupo tenía como fin la convivencia heterogénea de todo alumnado del pueblo durante algunos domingos en las estribaciones de la sierra montañosa próxima. Parece ser, por lo que nos dijeron, que durante toda la jornada festiva se realizarían actividades en plena naturaleza entre las que se contemplaba la misa de campaña. La sola idea de quedarnos como dueños y señores de los espacios en el colegio a la hora del estudio o la posibilidad de no competir en los recreativos con nadie ante la mesa de pingpong desocupada, contribuyó al no. De modo que unos cuantos disconformes vimos transcurrir el día del Señor sin prisas, sin colas, sin disputas. Eso sí, en la misa preceptiva escuchar a Miguelín cantar como un ángel, no tenía precio.  Y llegada la hora de rigor, los cines eran nuestros huéspedes acogedores. Con un poco de suerte, la película era tolerada para mayores de dieciocho años. A tal efecto, como ya anticipé en capítulos precedentes, el reto estaba servido. Nos habíamos apropiado de un simulacro de carnet de identidad que un billetero materno llevaba antes de estrenarlo. De modo que ignorando la franja roja que lo atravesaba, rellenamos los datos añadiendo años suficientes como para ser llamados a filas. Pasábamos por taquilla y el primero accedía con su entrada al gallinero. Al ser requerido el carnet, se le mostraba al portero que reclamaba la foto.  La respuesta que le dábamos era la provisionalidad del mismo ante la cercana pérdida del original. Con sus dudas abiertas cedía el paso. Minutos después, el afortunado salía al baño y le facilitaba el mismo carnet al siguiente amigo. La escena se repetía y el pobre señor sospechaba de una ingente pérdida de carnés entre todos los colegiales. Así llegamos a entrar hasta cinco una misma tarde para poder presenciar una película histórica que se suponía no admisible a nuestras entendederas. Creo recordar que incluso en ocasiones sucesivas los celtas cortos sirvieron como moneda de soborno ante la vista gorda de aquel buen hombre.  De modo que a la salida, una vez de vuelta, merendados y aseados, veíamos regresar a los émulos de escaladores sudorosos y felices con algún arañazo que otro provocado por las aliagas montesas. En resumen, todos contentos, los calzados con Chirucas y los que no. Una nueva semana se nos ofrecía y con ella nuevos motivos para hacer llevadera la convivencia.     

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