Las
primeras clases
El despertar fue tan
inesperado como gozoso. Por los altavoces escupían melodías los Creedence o Mungo Jerry y aquello pintaba bien. Nos aseamos lo más
rápido posible y bajamos al piso intermedio a desayunar. Jamás varió el
desayuno en los cuatro años. O chocolate diluido con pan y margarina o leche
con cacao y galletas con Nocilla. Estaba
claro que las caries pedían turno y se apuntaban a toda prisa a hacernos sus
víctimas. Y con ser esto lo ignorado, la mirada de Michel nos sacó de dudas.
Él, ayudante de cocina, fumador de Bisonte, casposo hirsuto y chico para todo,
se encargaba de servirnos el desayuno acompañado de diez cuervos en sus garras.
Sí, diez cuervos, uno por uña. Aquí los escrupulosos empezaron su régimen a
perpetuidad y los menos escrupulosos
empezamos la novena implorando al Beato Gálvez que nos evitase cualquier
infección intestinal. Nunca vimos menguar las cutículas del elemento en
cuestión y tuvimos la certeza del refrán en cuanto a que no fallecimos y sí
engordamos.
Una vez pasada la
primera prueba, bajamos a las clases y tomamos posesión de los pupitres. El
listado de libros se fue adaptando los horarios y por allí pasaron don Carlos,
doña Emilia, la señorita Amparo, su hermana la señorita Luisa, y los sucesivos
curas que ejercían de docentes y algunos además de decentes. Con las miradas
firmamos el pacto de no agresión entre ellos y nosotros y no siempre lo
cumplieron. Además ese año, el padre Santos, el “manumilitari” más estricto que ha existido ejercía de jefe
de estudios. Más adelante aparecerán con alguna de sus hazañas y vosotros
mismos juzgaréis su temple.
A las primeras clases
fuimos internos, externos y mediopensionistas llegados de los pueblos limítrofes. Aquel conglomerado de criaturas
abarcaba un arco de edades entre los doce años y los veinte. No en balde se ofertaban
clases de magisterio a algunos como Cacín, egregio ser que vestía chalecos
tardo franquistas y de paso se ofrecía como entrenador deportivo. Creo que lo
hacía para ligar con las jovencitas de las monjas y creo que no disfrutó de
demasiados éxitos. Porque sí, también había un colegio de monjas, del que más
adelante daré cuenta. No debo dejar atrás al insigne hermano Pedro, oficial de
cocina, más aficionado al juego de pelota vasca y al roneo femenino que al
oficio de cocinero que se le suponía. Nunca vi un rostro tan avinagrado como el
suyo. O nació así o los calostros se lo tintaron.
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