domingo, 22 de febrero de 2015


 

     Las primeras clases

El despertar fue tan inesperado como gozoso. Por los altavoces escupían melodías los Creedence  o Mungo Jerry  y aquello pintaba bien. Nos aseamos lo más rápido posible y bajamos al piso intermedio a desayunar. Jamás varió el desayuno en los cuatro años. O chocolate diluido con pan y margarina o leche con cacao y galletas con Nocilla.  Estaba claro que las caries pedían turno y se apuntaban a toda prisa a hacernos sus víctimas. Y con ser esto lo ignorado, la mirada de Michel nos sacó de dudas. Él, ayudante de cocina, fumador de Bisonte, casposo hirsuto y chico para todo, se encargaba de servirnos el desayuno acompañado de diez cuervos en sus garras. Sí, diez cuervos, uno por uña. Aquí los escrupulosos empezaron su régimen a perpetuidad y los  menos escrupulosos empezamos la novena implorando al Beato Gálvez que nos evitase cualquier infección intestinal. Nunca vimos menguar las cutículas del elemento en cuestión y tuvimos la certeza del refrán en cuanto a que no fallecimos y sí engordamos.

Una vez pasada la primera prueba, bajamos a las clases y tomamos posesión de los pupitres. El listado de libros se fue adaptando los horarios y por allí pasaron don Carlos, doña Emilia, la señorita Amparo, su hermana la señorita Luisa, y los sucesivos curas que ejercían de docentes y algunos además de decentes. Con las miradas firmamos el pacto de no agresión entre ellos y nosotros y no siempre lo cumplieron. Además ese año, el padre Santos, el “manumilitari”  más estricto que ha existido ejercía de jefe de estudios. Más adelante aparecerán con alguna de sus hazañas y vosotros mismos juzgaréis su temple.

A las primeras clases fuimos internos, externos y mediopensionistas llegados de los pueblos  limítrofes. Aquel conglomerado de criaturas abarcaba un arco de edades entre los doce años y los veinte. No en balde se ofertaban clases de magisterio a algunos como Cacín, egregio ser que vestía chalecos tardo franquistas y de paso se ofrecía como entrenador deportivo. Creo que lo hacía para ligar con las jovencitas de las monjas y creo que no disfrutó de demasiados éxitos. Porque sí, también había un colegio de monjas, del que más adelante daré cuenta. No debo dejar atrás al insigne hermano Pedro, oficial de cocina, más aficionado al juego de pelota vasca y al roneo femenino que al oficio de cocinero que se le suponía. Nunca vi un rostro tan avinagrado como el suyo. O nació así o los calostros se lo tintaron.

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