Aquella vez que vi nevar
Fue en el tránsito del
decenio que dejó al sesenta y nueve para recibir al setenta. Los copos
decidieron unirse a las festividades y como caídos del cielo, nunca mejor
dicho, se unieron al recogimiento. Dio lo mismo que se helasen las tuberías de
plomo o que las estufas enrojeciesen de tanto consumir olivo o carrasca. Daba igual
mientras el chocolate recién hecho por las manos amorosas, viniesen acompañando
a las madalenas caseras ejerciendo de despertadores. Todos los que
teníamos que estar, estábamos y las
tertulias giraron en torno a las mesas provistas de castañas, higos secos,
frutas escarchadas y alajú. Y del frío
ni acordarnos. Arriba, en las orzas, los chorizos pedían turno a las morcillas
y las güeñas esperaban para ser recibidas por el potaje de rigor. La empinadas
calles de Enguídanos lucían alfombras cristalinas de hielos a los que se sumaron
sales o pajas para hacerlas más transitables. El cielo seguía siendo igual de
azul y las mesas de las matanzas se asomaban a los rincones por los que el
sacrificio se anticipaba. Sólo el cerdo que había sido uno más en la casa
sospechaba de tanta generosidad en su menú y por más que oyese de lejos los
llantos de sus semejantes desechaba la idea de ser el siguiente. Las bolsas de
agua caliente nos pedían prestados los colchones de lana para acurrucarse a la
espera de nuestra llegada y nosotros aceptábamos su deseo. Poco importaba que
todo estuviese atado y bien atado si el hilo de bramante sujetaba
convenientemente los oreos sobre los clavos de las vigas de madera. Ya se
desatarían al cabo de poco tiempo y la cuestión era tener paciencia y contener
la gula. Sólo se atrevió a morirse Baldomero sin recapacitar en que el traslado
a hombros costaría más de lo normal ante
el estado del recién estrenado asfalto. El coche de Cubillo tuvo que confiar
como siempre en las expertas manos de Jesús para llegar por la empinada cuesta
de la presa del Bujioso hasta cumplir su ruta diaria hacia la capital. Y todo
el blanco fue dando paso al gris a medida que las pisadas aplastaban al manto
caído. Las tardes se alargaban a la espera del sueño tras la mesa donde el
tapete era el rey. Partidas y más partidas de julepe a las que ponía pausa la “frita
en sartén” o los “melaos” que se sumaban a la fiesta del aislamiento. O eso
creyeron aquellos que estaban lejos. No, no estábamos aislados, porque nada pudo
aislar a quienes compartimos vivencias por más nieve que cayese y por más
empeño que pusiéramos en ralentizar el
paso de los años venideros en los que echaríamos de menos aquellas nevadas.
Jesús (http://defrijan.bubok.es)
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