viernes, 6 de febrero de 2015


     Aquella vez que vi nevar

Fue en el tránsito del decenio que dejó al sesenta y nueve para recibir al setenta. Los copos decidieron unirse a las festividades y como caídos del cielo, nunca mejor dicho, se unieron al recogimiento. Dio lo mismo que se helasen las tuberías de plomo o que las estufas enrojeciesen de tanto consumir olivo o carrasca. Daba igual mientras el chocolate recién hecho por las manos amorosas, viniesen acompañando a las madalenas caseras ejerciendo de despertadores. Todos los que teníamos  que estar, estábamos y las tertulias giraron en torno a las mesas provistas de castañas, higos secos, frutas escarchadas y  alajú. Y del frío ni acordarnos. Arriba, en las orzas, los chorizos pedían turno a las morcillas y las güeñas esperaban para ser recibidas por el potaje de rigor. La empinadas calles de Enguídanos lucían alfombras cristalinas de hielos a los que se sumaron sales o pajas para hacerlas más transitables. El cielo seguía siendo igual de azul y las mesas de las matanzas se asomaban a los rincones por los que el sacrificio se anticipaba. Sólo el cerdo que había sido uno más en la casa sospechaba de tanta generosidad en su menú y por más que oyese de lejos los llantos de sus semejantes desechaba la idea de ser el siguiente. Las bolsas de agua caliente nos pedían prestados los colchones de lana para acurrucarse a la espera de nuestra llegada y nosotros aceptábamos su deseo. Poco importaba que todo estuviese atado y bien atado si el hilo de bramante sujetaba convenientemente los oreos sobre los clavos de las vigas de madera. Ya se desatarían al cabo de poco tiempo y la cuestión era tener paciencia y contener la gula. Sólo se atrevió a morirse Baldomero sin recapacitar en que el traslado a  hombros costaría más de lo normal ante el estado del recién estrenado asfalto. El coche de Cubillo tuvo que confiar como siempre en las expertas manos de Jesús para llegar por la empinada cuesta de la presa del Bujioso hasta cumplir su ruta diaria hacia la capital. Y todo el blanco fue dando paso al gris a medida que las pisadas aplastaban al manto caído. Las tardes se alargaban a la espera del sueño tras la mesa donde el tapete era el rey. Partidas y más partidas de julepe a las que ponía pausa la “frita en sartén” o los “melaos” que se sumaban a la fiesta del aislamiento. O eso creyeron aquellos que estaban lejos. No, no estábamos aislados, porque nada pudo aislar a quienes compartimos vivencias por más nieve que cayese y por más empeño que pusiéramos en  ralentizar el paso de los años venideros en los que echaríamos de menos  aquellas nevadas.

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