La
sastrería de Víctor
Llevado
por los deseos de modernidad solicité a mi padre el aumento del número de
pantalones que entre juegos y lavados se preciaban de escasos. De modo que en
una de sus visitas a Utiel concertó una visita con Víctor, famoso sastre, que
en sus años de aprendiz de comerciante ya tenía fama por su buen hacer. Así que
allá nos fuimos los dos. Yo con las ideas clarísimas y mi progenitor con las
suyas calladas. Tenía el color vino para la tela en la mente y las campanas de
las perneras irían protegidas por cuatro, repito, cuatro bolsillos postizos,
dos delante y dos detrás, tal y como los cánones de la moda marcaban. Atrás
quedarían los pantalones pitillo que el bueno de Eloy confeccionó en Enguídanos
para mí con unos patrones en desuso. Había llegado el estilo a hacerse un hueco
en mis sueños y en esa esperanza estuve los quince días de rigor aguardando el
turno para ir a recogerlos. Mientras tanto, a modo de chulesco quinceañero,
esparcí envidias entre mis amigos pormenorizando los detalles de tal costura
que estaba ansioso por probar en mis
piernas. De modo que llegado el día, el hijo de Víctor, me avisó de la
posibilidad de recogerlos cuando quisiera. Sé que el camino se nos hizo corto a
mis amigos y a mí. Tal era la expectación que decidieron acompañarme para ver
con sus propios ojos tan magna obra. Abrimos la puerta y no sabría decir qué,
pero un cierto nerviosismo me llegó al contemplar la sonrisa de lástima del
sastre. Era una especie de bandeja envuelta en papel blanco con el nombre de su
establecimiento la que me esperaba. Me la depositó en los brazos y por no
perder más tiempo regresamos al internado. La premura por destaparla competía
con el ansia por probármelos. Y aquí apareció en concepto no aprendido hasta la
fecha de jarro de agua fría ¿Dónde estaban las campanas de las perneras? ¿Quién
había robado los cuatro, repito, cuatro bolsillos postizos? ¿Por qué motivo
sólo coincidían la talla y el color con mi petición? Definitivamente no eran
los míos. No me los puse y días después fui a devolverlos. Entonces, el maese
costurero destapó las cartas. Sus patrones seguían los cánones clásicos del
pantalón pitillo y al plantearlo a mi padre sin yo saberlo, aceptaron que dichos
patrones siguiesen su curso y se olvidaron campanas y demás modernidades. Con
ser esto cruel, el comprobar que don Carlos, el profesor de Matemáticas, vestía
la misma línea de moda pasada de moda, vino a acrecentar mis deseos de pronta
ruptura de semejante obra. Y así fue. Jamás unos pantalones me duraron menos.
Quizás el uso inmisericorde al que los sometí tuvieron la culpa.
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