jueves, 26 de febrero de 2015


 

     La sastrería de Víctor

Llevado por los deseos de modernidad solicité a mi padre el aumento del número de pantalones que entre juegos y lavados se preciaban de escasos. De modo que en una de sus visitas a Utiel concertó una visita con Víctor, famoso sastre, que en sus años de aprendiz de comerciante ya tenía fama por su buen hacer. Así que allá nos fuimos los dos. Yo con las ideas clarísimas y mi progenitor con las suyas calladas. Tenía el color vino para la tela en la mente y las campanas de las perneras irían protegidas por cuatro, repito, cuatro bolsillos postizos, dos delante y dos detrás, tal y como los cánones de la moda marcaban. Atrás quedarían los pantalones pitillo que el bueno de Eloy confeccionó en Enguídanos para mí con unos patrones en desuso. Había llegado el estilo a hacerse un hueco en mis sueños y en esa esperanza estuve los quince días de rigor aguardando el turno para ir a recogerlos. Mientras tanto, a modo de chulesco quinceañero, esparcí envidias entre mis amigos pormenorizando los detalles de tal costura que estaba ansioso  por probar en mis piernas. De modo que llegado el día, el hijo de Víctor, me avisó de la posibilidad de recogerlos cuando quisiera. Sé que el camino se nos hizo corto a mis amigos y a mí. Tal era la expectación que decidieron acompañarme para ver con sus propios ojos tan magna obra. Abrimos la puerta y no sabría decir qué, pero un cierto nerviosismo me llegó al contemplar la sonrisa de lástima del sastre. Era una especie de bandeja envuelta en papel blanco con el nombre de su establecimiento la que me esperaba. Me la depositó en los brazos y por no perder más tiempo regresamos al internado. La premura por destaparla competía con el ansia por probármelos. Y aquí apareció en concepto no aprendido hasta la fecha de jarro de agua fría ¿Dónde estaban las campanas de las perneras? ¿Quién había robado los cuatro, repito, cuatro bolsillos postizos? ¿Por qué motivo sólo coincidían la talla y el color con mi petición? Definitivamente no eran los míos. No me los puse y días después fui a devolverlos. Entonces, el maese costurero destapó las cartas. Sus patrones seguían los cánones clásicos del pantalón pitillo y al plantearlo a mi padre sin yo saberlo, aceptaron que dichos patrones siguiesen su curso y se olvidaron campanas y demás modernidades. Con ser esto cruel, el comprobar que don Carlos, el profesor de Matemáticas, vestía la misma línea de moda pasada de moda, vino a acrecentar mis deseos de pronta ruptura de semejante obra. Y así fue. Jamás unos pantalones me duraron menos. Quizás el uso inmisericorde al que los sometí tuvieron la culpa.

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