El forense del jamón
Tuve la feliz ocurrencia de
acudir a un establecimiento pertrechado tras el carrito de la compra un día
festivo con la aviesa intención de
adquirir una de las extremidades que aquel difunto tuviese a bien legar al
gaznate en forma de jugoso jamón. Y en tal esperanza emprendí el viaje. La
mañana, luminosa y fría, recomendaba el paseo por la acera soleada que a este
Febrero intentaba robarle los fríos. De modo que traspasados varios pasos de
cebra y franqueada la entrada al comercio, me dispuse a localizar dicho
departamento. Lo de menos fue sortear el tránsito de carritos que poblaban la
autopista en la que se había convertido el cruce de los pasillos. Lo
verdaderamente complicado fue enfrentarse a aquella pirámide multicolor de
pezuñas apiladas y decidirme por una de ellas. Que si de cebo, que si de la
Alpujarra, que si de Guijuelo, que si de bodega. Unos expuestos desde los
garfios y otros acurrucados tras el cartel de su denominación. Todos se
ofrecían a ser el futuro sustento y la duda crecía. Unos dando la cara, otros
en fundas oscuras, otros formando una fila más propia de una sacristía de
santuario en la que depositar las reliquias. La cuestión residía en qué oferta resultaría más
acertada. De modo que pedí consejo a la entendida de turno y a punto de
adquirir la pieza se vinieron abajo mis expectativas. Le sugerí la idea de
seccionar el extremo no comestible basándome en las tremendas dimensiones de
tal “bandurria”. A ojo estaba claro que necesitaría un banco de cocina triple
del que tengo para que oficiase tal galeón
como barco sin velas. Como no era plan empezar obras que le abriesen
hueco, insistí en el corte de la extremidad no comestible. Y aquí sí, aquí sí
que se me acabaron los argumentos al contestarme con un no muy decidido. No
estaba presente en el local el tajador y no había posibilidad alguna de cumplir
con mis deseos. A escasos metros, una sierra eléctrica me retaba a oficiar como
tal y así evitar tan ardua tarea a cualquiera de los empleados. No hubo manera.
Se me exigía paciencia y la opción de regresar en fechas próximas sin
confirmarme si Jack “el deshuesador”
tendría a bien presentarse a la cita. En esos momentos recordé aquella máxima
tan próxima que diferenciaba al despachador del buen vendedor. Sonreí a la
voluntariosa señorita, desanduve mis pasos y concedí el indulto a quien ya no
lo necesitaba. Al salir, una pregunta me seguía rondando por la cabeza y la
respuesta aún no me ha llegado. ¿De qué sirve promocionar ventas si no las
saben vender? Lo cierto y verdad es que si regreso llevaré bajo mi abrigo una sierra y en un acto
de descuido haré patente el intrusismo laboral seccionando por mi cuenta la
pezuña excesiva. Igual alguien más me ve como forense porcino experto y
solicita unas clases ante tal maestría.
Jesús (http://defrijan.bubok.es)
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