lunes, 9 de febrero de 2015


   El forense del jamón

Tuve la feliz ocurrencia de acudir a un establecimiento pertrechado tras el carrito de la compra un día festivo con la aviesa intención  de adquirir una de las extremidades que aquel difunto tuviese a bien legar al gaznate en forma de jugoso jamón. Y en tal esperanza emprendí el viaje. La mañana, luminosa y fría, recomendaba el paseo por la acera soleada que a este Febrero intentaba robarle los fríos. De modo que traspasados varios pasos de cebra y franqueada la entrada al comercio, me dispuse a localizar dicho departamento. Lo de menos fue sortear el tránsito de carritos que poblaban la autopista en la que se había convertido el cruce de los pasillos. Lo verdaderamente complicado fue enfrentarse a aquella pirámide multicolor de pezuñas apiladas y decidirme por una de ellas. Que si de cebo, que si de la Alpujarra, que si de Guijuelo, que si de bodega. Unos expuestos desde los garfios y otros acurrucados tras el cartel de su denominación. Todos se ofrecían a ser el futuro sustento y la duda crecía. Unos dando la cara, otros en fundas oscuras, otros formando una fila más propia de una sacristía de santuario en la que depositar las reliquias. La cuestión  residía en qué oferta resultaría más acertada. De modo que pedí consejo a la entendida de turno y a punto de adquirir la pieza se vinieron abajo mis expectativas. Le sugerí la idea de seccionar el extremo no comestible basándome en las tremendas dimensiones de tal “bandurria”. A ojo estaba claro que necesitaría un banco de cocina triple del que tengo para que oficiase tal galeón  como barco sin velas. Como no era plan empezar obras que le abriesen hueco, insistí en el corte de la extremidad no comestible. Y aquí sí, aquí sí que se me acabaron los argumentos al contestarme con un no muy decidido. No estaba presente en el local el tajador y no había posibilidad alguna de cumplir con mis deseos. A escasos metros, una sierra eléctrica me retaba a oficiar como tal y así evitar tan ardua tarea a cualquiera de los empleados. No hubo manera. Se me exigía paciencia y la opción de regresar en fechas próximas sin confirmarme si  Jack “el deshuesador” tendría a bien presentarse a la cita. En esos momentos recordé aquella máxima tan próxima que diferenciaba al despachador del buen vendedor. Sonreí a la voluntariosa señorita, desanduve mis pasos y concedí el indulto a quien ya no lo necesitaba. Al salir, una pregunta me seguía rondando por la cabeza y la respuesta aún no me ha llegado. ¿De qué sirve promocionar ventas si no las saben vender? Lo cierto y verdad es que si regreso  llevaré bajo mi abrigo una sierra y en un acto de descuido haré patente el intrusismo laboral seccionando por mi cuenta la pezuña excesiva. Igual alguien más me ve como forense porcino experto y solicita unas clases ante tal maestría.   

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