Que la
vida es un carnaval
Mañana la inocente sardina pagará las culpas por ser la
abanderada del recato que nos viene. Así
que apuraos aquellos que queráis disfrutar de los placeres carnales antes de
que la ceniza del miércoles venga a poner el toque trágico a la existencia divertida.
Ya está bien de pasarlo bien y ahora a meditar y arrepentirse. No vaya a ser
que entre tanta jarana se pierda el miedo a la recompensa dañina que se nos
aventura si no hacemos de la calma una virtud. Que si el ludo y divertimento
preside nuestro devenir diario, no habrá manera de controlarnos a posteriori,
el miedo desaparecerá de nuestras chepas, y no es plan. Ya lo anticipó Umberto
cuando unió a la risa con la falta de miedo y demasiado cao le hemos hecho a la
propuesta. Y tal y como está el tema da igual la versión desde la que provenga
el dogma para que el fin se presente culposo. La violencia, la intransigencia,
el poder por el poder al precio que sea, se está imponiendo tras unas máscaras
variopintas que camuflan a polichinelas perniciosos que odian a la alegría. Las
fanfarrias han subido el tono y desde los negros atuendos se eliminan anaranjadas
vestimentas para promover desde el ejemplo la sumisión al temor. Este sí que es
un carnaval al que se debería prohibir el desfile en el sambódromo de la
actualidad. La batucada que proponen ha nacido viciada desde sus propios
postulados como antes hiciesen otros y
las marimbas están tan desafinadas que perdemos el paso constantemente. De nada
han servido las igualdades de oportunidades si las diluye el fanatismo
promovido por quienes buscan héroes deseosos de destacar en un mundo de incógnitos
sin futuro apetecible. Los gregarios se han propuesto imponer a la razón la creencia
en la locura y parece no tener remedio el compás. Mientras tanto, desde la
tribuna de honor, los encargados de dirigir el baile se distribuyen los papeles
de la inacción para pasarse la responsabilidad unos a otros. Así que, amigos míos,
creo que la mejor opción será seguir el paso de quienes nunca se sometieron a
razones nacidas de la fuerza e intentar sobrevivir del mejor modo que nos
dejen. De momento, pienso indultar a la sardina para no someterla a la crueldad
de un entierro que no pidió. Mejor dejarla nadar libremente en las corrientes
de sus deseos y que pique el anzuelo que más le seduzca, más le apetezca o más
alegre le haga la vida.
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