lunes, 16 de febrero de 2015


 

       Que la vida es un carnaval

Mañana la inocente sardina pagará las culpas por ser la abanderada del recato que nos viene.  Así que apuraos aquellos que queráis disfrutar de los placeres carnales antes de que la ceniza del miércoles venga a poner el toque trágico a la existencia divertida. Ya está bien de pasarlo bien y ahora a meditar y arrepentirse. No vaya a ser que entre tanta jarana se pierda el miedo a la recompensa dañina que se nos aventura si no hacemos de la calma una virtud. Que si el ludo y divertimento preside nuestro devenir diario, no habrá manera de controlarnos a posteriori, el miedo desaparecerá de nuestras chepas, y no es plan. Ya lo anticipó Umberto cuando unió a la risa con la falta de miedo y demasiado cao le hemos hecho a la propuesta. Y tal y como está el tema da igual la versión desde la que provenga el dogma para que el fin se presente culposo. La violencia, la intransigencia, el poder por el poder al precio que sea, se está imponiendo tras unas máscaras variopintas que camuflan a polichinelas perniciosos que odian a la alegría. Las fanfarrias han subido el tono y desde los negros atuendos se eliminan anaranjadas vestimentas para promover desde el ejemplo la sumisión al temor. Este sí que es un carnaval al que se debería prohibir el desfile en el sambódromo de la actualidad. La batucada que proponen ha nacido viciada desde sus propios postulados  como antes hiciesen otros y las marimbas están tan desafinadas que perdemos el paso constantemente. De nada han servido las igualdades de oportunidades si las diluye el fanatismo promovido por quienes buscan héroes deseosos de destacar en un mundo de incógnitos sin futuro apetecible. Los gregarios se han propuesto imponer a la razón la creencia en la locura y parece no tener remedio el compás. Mientras tanto, desde la tribuna de honor, los encargados de dirigir el baile se distribuyen los papeles de la inacción para pasarse la responsabilidad unos a otros. Así que, amigos míos, creo que la mejor opción será seguir el paso de quienes nunca se sometieron a razones nacidas de la fuerza e intentar sobrevivir del mejor modo que nos dejen. De momento, pienso indultar a la sardina para no someterla a la crueldad de un entierro que no pidió. Mejor dejarla nadar libremente en las corrientes de sus deseos y que pique el anzuelo que más le seduzca, más le apetezca o más alegre le haga la vida.    

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