jueves, 12 de febrero de 2015


     El secreto de Casanova

Cuenta la leyenda apócrifa que circula por Venecia que hace años, cuando el dominio de la ciudad se extendía más allá de los confines de Oriente, el famoso navegante Marcelo Di Vito, llegó al puerto de Niang Pung. Tenía como misión encontrar entre la sabiduría milenaria algún remedio que llevar a los aristócratas de la ciudad. Estos habían empezado a comprobar en sus propias carnes la flaccidez del apéndice inguinal y tal cuestión les atormentaba sobremanera. Sabiendo de las virtudes que se escuchaban sobre las pócimas preparadas a la vera del Sol Naciente, decidieron fletar de sus peculios personales una expedición formada por cuatro galeras que capitanearía el gran Marcelo Di Vito. Tenía fama de avezado marino y cualquier inversión se daría por bien empleada al anticipar el acierto de la misma. Así lo dispusieron y el veintinueve de Septiembre de mil trescientos catorce, izaron velas rumbo a Oriente. Costearon las Indias y tras no pocas fatigas arribaron al puerto de Niang Pung. Se había corrido el rumor de la existencia de un alquimista que aliviaba desde sus alquitaras cualquier mal de amores que los enfermos de tales quisieran remediar. De modo que Marcelo, sabiendo que su recompensa aumentaría si el regreso se acortaba, no perdió tiempo y a la mañana siguiente comenzó su búsqueda. Tras no pocos sobornos a los silenciosos sabedores de las virtudes de tales ungüentos, consiguió dar con Xin-Gao.  Tenía el aspecto de un jovenzuelo y costó creerse que su edad traspasase el sexto decenio de vida. Rebosaba vitalidad tras sus diminutos ojillos y de ello daban fe las cinco mujeres que lo compartían desde su tálamo de bambú. Marcelo no daba crédito a lo que se le mostraba e inmediatamente le vinieron a la memoria los rostros de aquellos afligidos venecianos. No pudo por menos que contener la risa y tras no pocos regateos y algún abuso que otro del sake casero que escanciase Xin-Gao,  llegaron al acuerdo sobre la pócima deseada. Pasaron al laboratorio que resultó ser la cocina desde la que el afamado gurú destilaba sus méritos. Marcelo vio infinidad de cuencos de arroz a los que se les había añadido una melaza proveniente de las galeras que cultivaba a su antojo. Estos crustáceos de escasa estima, guardaban en su interior el secreto del éxito para los incansables amantes. Tras tomar nota de las recetas acordadas, Marcelo se dispuso a probar dicho menú. Cuentan las crónicas que la tripulación lo anduvo buscando durante cinco días y que tras no pocas pesquisas dieron con él. Regresaba a puerto con una amplia sonrisa y el caminar vacilante lo atribuyeron a la humedad, que las aguas,  le legaba al almirante. Nadie supo del éxito de la expedición hasta años después y el secreto perduró entre las alcobas del Ducado. Lo que nadie sabe todavía, es que pasados unos siglos, Giacomo Casanova, entre huida y huida ante maridos cornudos mintió al atribuir sus virtudes a las ostras ingeridas. Lo cierto y verdad es que entre su dieta diaria siempre figuraba un plato de arroz con galeras al que muchos despreciaban por ignorantes.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario