El secreto de Casanova
Cuenta la leyenda apócrifa que
circula por Venecia que hace años, cuando el dominio de la ciudad se extendía
más allá de los confines de Oriente, el famoso navegante Marcelo Di Vito, llegó
al puerto de Niang Pung. Tenía como misión encontrar entre la sabiduría
milenaria algún remedio que llevar a los aristócratas de la ciudad. Estos
habían empezado a comprobar en sus propias carnes la flaccidez del apéndice
inguinal y tal cuestión les atormentaba sobremanera. Sabiendo de las virtudes
que se escuchaban sobre las pócimas preparadas a la vera del Sol Naciente,
decidieron fletar de sus peculios personales una expedición formada por cuatro
galeras que capitanearía el gran Marcelo Di Vito. Tenía fama de avezado marino
y cualquier inversión se daría por bien empleada al anticipar el acierto de la
misma. Así lo dispusieron y el veintinueve de Septiembre de mil trescientos
catorce, izaron velas rumbo a Oriente. Costearon las Indias y tras no pocas
fatigas arribaron al puerto de Niang Pung. Se había corrido el rumor de la
existencia de un alquimista que aliviaba desde sus alquitaras cualquier mal de
amores que los enfermos de tales quisieran remediar. De modo que Marcelo,
sabiendo que su recompensa aumentaría si el regreso se acortaba, no perdió
tiempo y a la mañana siguiente comenzó su búsqueda. Tras no pocos sobornos a
los silenciosos sabedores de las virtudes de tales ungüentos, consiguió dar con
Xin-Gao. Tenía el aspecto de un
jovenzuelo y costó creerse que su edad traspasase el sexto decenio de vida.
Rebosaba vitalidad tras sus diminutos ojillos y de ello daban fe las cinco
mujeres que lo compartían desde su tálamo de bambú. Marcelo no daba crédito a
lo que se le mostraba e inmediatamente le vinieron a la memoria los rostros de
aquellos afligidos venecianos. No pudo por menos que contener la risa y tras no
pocos regateos y algún abuso que otro del sake casero que escanciase
Xin-Gao, llegaron al acuerdo sobre la
pócima deseada. Pasaron al laboratorio que resultó ser la cocina desde la que
el afamado gurú destilaba sus méritos. Marcelo vio infinidad de cuencos de
arroz a los que se les había añadido una melaza proveniente de las galeras que
cultivaba a su antojo. Estos crustáceos de escasa estima, guardaban en su
interior el secreto del éxito para los incansables amantes. Tras tomar nota de
las recetas acordadas, Marcelo se dispuso a probar dicho menú. Cuentan las
crónicas que la tripulación lo anduvo buscando durante cinco días y que tras no
pocas pesquisas dieron con él. Regresaba a puerto con una amplia sonrisa y el
caminar vacilante lo atribuyeron a la humedad, que las aguas, le legaba al almirante. Nadie supo del éxito
de la expedición hasta años después y el secreto perduró entre las alcobas del
Ducado. Lo que nadie sabe todavía, es que pasados unos siglos, Giacomo
Casanova, entre huida y huida ante maridos cornudos mintió al atribuir sus
virtudes a las ostras ingeridas. Lo cierto y verdad es que entre su dieta
diaria siempre figuraba un plato de arroz con galeras al que muchos despreciaban
por ignorantes.
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