sábado, 28 de febrero de 2015


 

    Los profesores y sus utensilios

Podría parecer que todo aquel tiempo discurrió entre chanzas y diversiones. No fue así. Y aquí el mérito de algunos profesores por hacernos comprender el valor del aprendizaje, salieron a la luz en las primeras clases. La hermana Gregoria, tan diminuta como paciente a la hora de desmenuzar hidrolisis; don Carlos, cuya mente privilegiada caminaba pareja a su afición por trucar el Simca mil que petardeaba al aproximarse al colegio;  el padre Valentín, que entre declinación y declinación del latín que nos impartía, se paseaba durante las horas de estudio con sesudos libros entre sus manos por lector indomable; la buena de la señorita Amparo, que consiguió hacernos entender el concepto de Despotismo Ilustrado a perpetuidad; su hermana, la señorita Marisa, que con su voz aguda nos abrió las mentes al pensamiento filosófico teniendo como rémora la hora de sus clases de cuatro a cinco los viernes; el padre Francisco, que además de jugar al baloncesto, nos mostró a Machado desde la voz grabada de  Serrat; Ocio, falangista de camisa azul mahón  y corbata negra, que convirtió las clases de Gimnasia en un campamento franquista sin mucho convencimiento entre saltos, carreras y algún partido de fútbol; y cómo no, doña Emilia, que desde su dulzura en la voz nos transportó desde los orígenes de la Literatura  a la actualidad de la mano de un libro, que de no haber sido por ella, habría odiado eternamente. El único tomo que no pereció en la limpieza que hice hace algún tiempo; supongo que sería en honor a ella. Algún otro ya ha sido mencionado y a los que no nombro, una de dos, o no merecieron la pena, o el deseo de olvidarlos se lo ganaron a pulso. Y parejos a los recordados llegan los instrumentos más mortíferos que han sido diseñados para tormento de angelicales criaturas como éramos nosotros. Por un lado, la regla de cálculo. Sí, era una regla. Una regla sobre la que se deslizaban a modo de rieles sucesivas reglas más pequeñas y en la que había que cuadrar valores marcados para encontrar logaritmos o cualquier resultado pedido. Sólo el intento de seguir sus indicaciones hubiese provocado la locura en Rubik, el inventor del famoso cubo. Aquello no había quien lo entendiese y alguno que se la compró, como mi amigo Fernando, la acabó usando como catapulta de bolitas de papel o como simple regla de dibujo. Eso sí, si el dibujo era con tiralíneas y tinta china, mejor desistir de conseguir un buen resultado. Y como sobrepeso a la dichosa regla, la tabla de logaritmos. Ese tomo verdoso en el que la biblia matemática se resumía en forma de mantisas y características a las que había que cuadrar aproximando valores. Pocos potros de tortura alcanzaron más éxito que el tomo en cuestión. La llegada posterior de las calculadoras japonesas hará increíble a los más jóvenes esta certeza. Así que recomiendo que si alguno las conserva, las saque  a la luz  de quienes piensen que cualquier pasado  en los estudios fue mejor y que reconozcan su error.

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