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Las
duchas semanales
Eran
un total de ocho o diez, alineadas sobre una de las paredes del piso superior.
El aspersor que se les suponía no existía y el agua caía de modo cruel sobre
aquellos que nos atrevíamos a soportar semejante suplicio. El uso estaba
restringido al mediodía del sábado después de haber competido en el campo de
fútbol municipal de El Nogueral y recién llegados empapados en sudor. Ducharse
en primavera tenía su mérito, pero hacerlo en pleno invierno suponía un reto de
supervivencia al que pocos nos atrevíamos. Añadir a esto el uso preceptivo del
bañador para no mostrar al resto los atributos acababa convirtiendo a la ducha
en una especie de sauna finesa vertical en la que el gel se sentía dueño
absoluto de tus poros tumefactos y el champú de huevo se solidificaba a
centímetros de tu cerebro. El agua caliente no existió nunca y la opción de
seguir la rueda por los lavapiés o
lavabos sólo conseguía alargar el tormento. De hecho un diez de Enero
sólo fuimos dos los suicidas que decidimos ducharnos. Montero, que era uno,
creo que aún vive, y yo dejé de temer al agua fría el resto de mi vida. De ahí que la ignorancia ante las reacciones
químicas tomase venganza en quienes decidimos probar el desodorante de barra
sobre las zonas sensibles buscando el exilio del mal olor. Era miércoles y por
lo tanto la ducha no era permitida. Tras un rápido paso por las pilastras en
las que nos aseamos de aquella manera, a punto de dormirnos, se abrió el
cilindro oloroso. Decidimos compartirlo a la voz de ya y como aguerridos
espartanos caligrafiamos los alcoholes perfumados sobre las partes mencionadas.
Efectivamente, las calderas de Pedro Botero se hicieron presentes. Aquello
ardía y en ese fuego eterno perecían olores, poros, dermis, epidermis y creo
que hasta algún sabañón. Las lágrimas surcaban nuestros rostros a modo de
sembrados dolientes mientras el perfume a primavera química campaba a sus
anchas entre las colchas a cuadros. De hecho, durante los cursos siguientes,
cuando la hermana Gregoria intentó explicarnos las reacciones caloríficas
termodinámicas, no tuvo dudas de su maestría ante nuestro entendimiento. Nunca
un tulipán fue más negro ni su venganza más evidente. Así que cada vez que
veíamos el anuncio en el que una hermosa rubia incitaba a su uso agachábamos la
vista, sonreíamos y callábamos ante el recuerdo de aquella ducha fría de
alcohol purgante. Imagino que en las contraindicaciones aparecerán las zonas no
permitidas.
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