A las palomas no les gustan ni el chorizo
pamplonés ni los cíngulos falsos
Ni alguno que se le quiera parecer. Era una noche de Mayo y
las ventanas del pasillo comedor estaban
abiertas a la luz de la noche. Estaba próximo el fin de curso y las prisas de
rigor acudían a quienes desde nuestros catorce años soñábamos ya con el
descanso veraniego. De ahí que aquella noche
de luna llena, tras soportar el paso de una sopa infame por nuestro tubo
digestivo, el plato de fiambres que vino a completar la cena, más que un
salvavidas pareció un ancla en el naufragio del yantar. Y entonces, en la mesa
en la que cuatro mosqueteros nos mirábamos las caras, desde el silencio, asimos
al azar uno de los ingredientes. Dos optamos por el chorizo, otro por el
simulacro de york y el cuarto por el queso laminado que más parecía corcho. Nos
miramos a la cara y la interrogación obtuvo cumplida respuesta. Sí,
efectivamente, eran piezas capaces de sobrevolar en caída parabólica el
claustro cuadrangular en el que un pozo ciego se solazaba con el canto de unas
palomas. Habían sido anidadas en las
esquinas por el más lascivo de los curas que el internado conoció. No
mencionaré su nombre para no desvelarle a nadie qué padre se escondía tras unas
sotanas marrones de triple nudo. Era evidente que los calostros le ascendían en
modo inverso a la vocación que le abandonaba. No había más que verlo engallarse
cuando las presencias femeninas le rondaban a modo de peloteo. De modo que
repartiré la culpa entre sus insatisfacciones y el poco apetecible menú que las
palomas les ofrecimos. La cuestión estuvo en que una vez aterrizados los
segundos platos y una vez depositados como sombras lunares sobre el patio, el
putero en cuestión hizo sonar su silbato. A la de tres, para no fastidiar a
todos, salimos y reconocimos nuestra querencia a ser pilotos sin motor de
embuchados diversos. Nos hizo bajar al hangar, recoger los artefactos e
ingerirlos sin limpiar. Ya acabé los calificativos hace años, así que no merece
la pena sacarlos a la luz de nuevo. Lo cierto y verdad es que durante meses,
sus adoradas palomas, no procrearon. Nadie supo qué mano fue la que impidió tal
procreación porque nadie tuvo narices a delatarnos. Por cierto, años después,
dejó los hábitos; eso sí, previamente, dejó un embarazo no deseado a cuyo
fruto imagino que le suministra para
merendar chorizo pamplonés como buen padre, el muy ….
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