Los
primeros amigos, las primeras normas
Empezamos a buscar
querencias entre nosotros mismos y he de aceptar que pronto congeniamos. Teo y
yo veíamos de la proximidad del Salto de Víllora con Enguídanos y se nos
unieron Juan Carlos, Fernando y Cubillo. Posteriormente se sumarían a la lista
José Emilio, Abarca, Poveda y alguno más. Entre todos fuimos dictando las
normas de convivencia amistosa que no eran necesarias y que cualquier
adolescente conoce sobradamente. El balón, el eterno balón ejerciendo de imán
para los ratos de ocio que tan necesarios se nos hacían, siempre dispuesto a
aliviar el paso de las horas hacia un invierno especialmente duro. Porque así
lo fue, en efecto. Nevó con ganas y sus efectos fueron letales hacia los
conductos de agua. Flanqueaban los
pasillos y las habitaciones unos radiadores decimonónicos cuya máxima virtud
fue la decorativa. Nunca, repito, nunca, funcionaron. De hecho llegamos a
pensar que su puesta en marcha se retrasaba por algún misterio químico que no
entendíamos y que en breves fechas funcionarían a la perfección. Ilusas
criaturas que calzamos triple ropa interior para soportar esos niveles
siberianos altamente insospechados. A su vez, la fauna estudiantil empezaba a
ocupar su sitio. Allí aparecieron los primeros empollones, los primeros
pelotas, los sempiternos indómitos. Y
entre ellos los primeros favoritos de los curas a modo y manera de chivatos o
vigilantes en sus ausencias. La sala de estudio era común y suficientemente
amplia como para tenernos a todos vigilados a la espera de la hora de dormir.
Allí, el cura de turno, oficiaba de cuidador y el silencio reinaba entre las
mentes que vagábamos a nuestro antojo más allá de los libros abiertos delante
de nosotros. Y aquella tarde, el caos se desató de manera fulminante. Sonó su
silbato el padre Santos y prestamos atención a sus palabras. Facundo, un alumno
de Jaraguas, por su cuenta y riesgo, estaba redactando una carta a sus
familiares. Ajeno a la labor de espionaje a la que estábamos sometidos, se
explayó a gusto y puso a caer de un burro al colegio, a los curas y a todo lo
que allí olía a disciplina. Nuestras risas contenidas rivalizaron en potencia
con las dos formas no consagradas que el padre Santos descargó sobre sus
mejillas. Creo que el rictus sonriente que le siguió a lo largo del año al
bueno de Facundo ahí tuvo su origen. Los
demás aprendimos la primera regla. Nada perjudica más que la sinceridad abierta
cuando la apertura no es permitida. Al curso siguiente, facundo ya no estaba
entre nosotros. Y el padre Santos, tampoco. Dijeron que se fue al Vaticano a poner un poco de orden. Supongo que
quisieron elevarlo a la categoría de alférez como mínimo.
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