domingo, 22 de febrero de 2015


    Los primeros amigos, las primeras normas

Empezamos a buscar querencias entre nosotros mismos y he de aceptar que pronto congeniamos. Teo y yo veíamos de la proximidad del Salto de Víllora con Enguídanos y se nos unieron Juan Carlos, Fernando y Cubillo. Posteriormente se sumarían a la lista José Emilio, Abarca, Poveda y alguno más. Entre todos fuimos dictando las normas de convivencia amistosa que no eran necesarias y que cualquier adolescente conoce sobradamente. El balón, el eterno balón ejerciendo de imán para los ratos de ocio que tan necesarios se nos hacían, siempre dispuesto a aliviar el paso de las horas hacia un invierno especialmente duro. Porque así lo fue, en efecto. Nevó con ganas y sus efectos fueron letales hacia los conductos de agua.  Flanqueaban los pasillos y las habitaciones unos radiadores decimonónicos cuya máxima virtud fue la decorativa. Nunca, repito, nunca, funcionaron. De hecho llegamos a pensar que su puesta en marcha se retrasaba por algún misterio químico que no entendíamos y que en breves fechas funcionarían a la perfección. Ilusas criaturas que calzamos triple ropa interior para soportar esos niveles siberianos altamente insospechados. A su vez, la fauna estudiantil empezaba a ocupar su sitio. Allí aparecieron los primeros empollones, los primeros pelotas, los sempiternos  indómitos. Y entre ellos los primeros favoritos de los curas a modo y manera de chivatos o vigilantes en sus ausencias. La sala de estudio era común y suficientemente amplia como para tenernos a todos vigilados a la espera de la hora de dormir. Allí, el cura de turno, oficiaba de cuidador y el silencio reinaba entre las mentes que vagábamos a nuestro antojo más allá de los libros abiertos delante de nosotros. Y aquella tarde, el caos se desató de manera fulminante. Sonó su silbato el padre Santos y prestamos atención a sus palabras. Facundo, un alumno de Jaraguas, por su cuenta y riesgo, estaba redactando una carta a sus familiares. Ajeno a la labor de espionaje a la que estábamos sometidos, se explayó a gusto y puso a caer de un burro al colegio, a los curas y a todo lo que allí olía a disciplina. Nuestras risas contenidas rivalizaron en potencia con las dos formas no consagradas que el padre Santos descargó sobre sus mejillas. Creo que el rictus sonriente que le siguió a lo largo del año al bueno de  Facundo ahí tuvo su origen. Los demás aprendimos la primera regla. Nada perjudica más que la sinceridad abierta cuando la apertura no es permitida. Al curso siguiente, facundo ya no estaba entre nosotros. Y el padre Santos, tampoco. Dijeron que se fue al Vaticano  a poner un poco de orden. Supongo que quisieron elevarlo a la categoría de alférez como mínimo.

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