viernes, 20 de febrero de 2015


 

            La llegada

Octubre del setenta. Tras no pocas dudas entre el destino al que enviarme para cursar el Bachillerato, Utiel  ganó la partida a Cuenca. Mi padre tenía ciertas reticencias hacia Utiel pues no en balde en el mismo edificio en el que iba a permanecer yo, mi ignorado tío José, uno de sus hermanos, falleció siendo interno de los Escolapios años antes de nacer yo. Así que enfrentado al destino cargamos el cuatro ele con las pertenencias marcadas con el número ochenta y cinco que me había sido asignado. Llegamos puntuales y ascendimos a la segunda planta en la que una inmensa fila de camas más propias de un hospital de campaña, nos esperaban. La taquilla de contrachapado constaba de tres lejas y una barra horizontal sobre las que deshacer la maleta. He de decir que todavía tenía vivo el recuerdo de la despedida de las noches anteriores en las que fui pasando lista a la interminable lista que me fue confeccionada. Calle a calle dije adiós a tíos, vecinos, amistades, que me desearon los mejores augurios y atizaron mi imaginación al sospechar que Utiel se encontraba en las antípodas de Enguídanos. Aquello era más propio de una copla migratoria de Juanito Valderrama que de una ausencia trimestral de un crío como era yo. Me sentí emigrante a pesar de los ochenta kilómetros de separación que se me hicieron un mundo. Recuerdo cómo un escuálido Juan Carlos Olivares lloraba ante la inminente despedida de sus padres que habían optado por la misma decisión que los míos. Supongo que eso fue lo que nos aproximó a la amistad en un principio. Luego sería la pasión por el fútbol. Así que esa noche, tras una primera toma de contacto, salimos al patio. Sobre las escaleras de piedra que circulaban la puerta más de un lloro escuché de nuevo. No es que fuese más fuerte que ninguno de ellos; sencillamente es que los años previos de campamentos de la O.J.E. ya se encargaron de fluirme las lágrimas y esto pintaba mejor. Un desfile de hábitos negros con cíngulos de tres nudos blancos merodeaba por los pasillos y sus distintos rostros ya anticipaban lo que escondían. Sobre las once de la noche, una colcha a cuadros rojos y negros, me dio la bienvenida en silencio. A mi diestra, el rubio Carlos Arocas, empezó a darme conversación y pronto caímos rendidos. Era consciente de que nada volvería a ser como antes y efectivamente, nunca lo fue.

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