Los
ejercicios espirituales
Si
ya de por sí la espiritualidad se respiraba a modo de aceptación obligada, la
llegada de los ejercicios espirituales, más que acentuar el credo en nuestras
almas, acicateó los deseos de explorar nuevos territorios. De hecho, las vías
del tren se ofrecieron a servir de prestamistas a aquel que quiso seguir las
enseñanzas de las dinastías chinas y fabricar pólvora siguiendo las
proporciones. Con ello consiguió el apodo como mote propio una vez que se
descubrió en una de las lejas de su taquilla un arsenal que podría habernos
convertido en el Apolo XIV si alguno de los cigarrillos aún no prendidos
hubiese seguido el camino de la chispa cerillera. Imagino que los deseos de
llevar a la práctica aquel aprendizaje pirotécnico olvidó el apartado de las
precauciones y sólo la intercesión de la Providencia evitó la carcasa final. No
fue el único que almacenó algo más que ropa o calzado en los diminutos
armarios. Allí convivieron botes de leche condensada, embutidos varios,
revistas poco recomendables para el pudor y la castidad y algún que otro
botellín diminuto traído de casa. En el
intervalo que esa semana ofrecía a la reflexión los estudios hicieron un hueco
a los manuales del póquer y todo tipo de juegos al margen del currículo escolar
que fuimos añadiendo. A fe que los paseos por la soledad tuvieron sus efectos
beneficiosos y la Alameda podría dar testimonio de todo ello. Como no era
cuestión de dar demasiado la nota, llegado
el turno de las confesiones. La disparidad y el desequilibrio se
manifestaban de modo palpable. Unos
optábamos por la brevedad del padre Emilio para aumentar el tiempo de ocio y
otros cumplían con el decoro tras las celosías desde las que el padre Valentín
impartía perdones. La cuestión era terminar pronto y salir a meditar de nuevo
al patio o a la calle según dispusieran las normas. Si a todo esto le
acompañaba la diosa Fortuna en forma de padre Jaime, el premio estaba claro.
Nunca vi mayor velocidad en oficiar una misa que aquellas que con sermón
incluido no rebasaban los veinte minutos en un idioma mitad castellano, mitad
italiano que nunca supimos descifrar pero agradecimos sobremanera. Aquí la cuestión era formarnos en el espíritu
por dentro y por fuera entre los dogmas cristianos y la formación política
franquista. De esto último se encargaba don Rafael, hombre menudo, que tras su
mirada azul y bajo su gabardina clara transmitía una bondad pocas veces
repetida desde la tarima. Incluso el tabaco consumido no logró borrar de su
piel esa imagen entre aquellos que nos vimos obligados a aprender los
Fundamentos del Movimiento que tan inmóvil se nos mostraba.
Jesús(defrijan)
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